lunes, 22 de octubre de 2007

El bien y el mal (S. M. A.)

¿Se comprende ahora que la cultura de la inteligencia no compite con la cultura del espíritu? El gran error de nuestra sociedad moderna es haber desarrollado la razón sola, desobedeciendo así a la ley de la ascensión del espíritu. Interviene aquí un gran problema: el de la noción del Bien y del Mal. Es un asunto vasto, que todos los filósofos trataron ampliamente y que conviene analizar, quizá de una vez para siempre, con los rudimentos que esto implica, antes de progresar más adelante en nuestras perspectivas de las materias iniciáticas.
Se encuentra en el segundo tratado de las "Investigaciones acerca del Origen de las Ideas" (Amsterdam, MCMXLIX) una descripción del Bien y del Mal moral, y se puede leer como introducción:
"Cuando se usa el término `Bondad moral´, se comprende aquí la idea de una cierta cualidad, la cual, al mismo tiempo que nos hace aprobar una acción, nos inclina a desear la felicidad de quien la hizo. El término `Mal moral´ designa por el contrario, la idea de una cualidad opuesta, la cual nos obliga a condenar o desaprobar toda acción en la cual se encuentra". La aprobación y el desprecio son verosímilmente simples ideas, de las cuales es imposible dar más amplia explicación. Contentémonos por el momento con esas definiciones imperfectas, hasta que estemos seguros de que esas ideas existen realmente dentro de nosotros, y que hayamos descubierto el principio en el cual se funda esa diferencia de las acciones como moralmente buenas o malas.
Parece que esas definiciones contienen una diferencia, la cual se admite universalmente, entre el Bien y el Mal moral, y entre el Bien y el Mal natural. Todos quienes hablan del "Bien Moral" convienen en que él procura la aprobación y la benevolencia de todos hacia los que lo poseen, lo que no es lo mismo en cuanto al "Bien Natural". Es especialmente en esta clase de ocasiones, cuando los hombres deben consultar su propia conciencia. La inclinación que se tiene para aquellos en los cuales se reconoce el honor, la buena fe, la generosidad o los principios humanitarios, es muy diferente de la que se experimenta para los que poseen bienes naturales como las casas, las tierras, la salud, la fuerza, etc.. Nos sentimos necesariamente obligados a querer y aprobar a los que poseen las escasas cualidades citadas primeramente.
Por el contrario, la posesión de bienes naturales no sirve muy a menudo para nada, sino para causar a aquellos que los poseen, el odio y la envidia de los demás hombres, los cuales creen merecer por eso la aprobación y el apego. De igual modo, toda cualidad que es moralmente mala, como la traición, la crueldad, la ingratitud, nos hace odiar y despreciar a aquellos en los que las percibimos; al contrario, ordinariamente tenemos estima, simpatía o compasión para con la mayor parte de las personas a quienes encontramos expuestas a males naturales como el dolor, la pobreza, el hambre, la enfermedad o la muerte. El primer problema en este asunto consiste en saber de dónde nacen las diferentes ideas que se tiene de las acciones. Veamos algunas opiniones.
Puesto que, después, emplearemos a menudo los términos "interés", "ventaja", y "bien natural", es la ocasión para fijar las ideas. El placer que acompaña generalmente las percepciones sensibles nos presenta la primera idea del "bien natural" o de la felicidad, y se da el epíteto de "buenos" a todos los objetos apropiados para excitar en nosotros el placer. Los que pueden procurarnos otras percepciones agradables son llamados "ventajosos" y buscamos a ambos por interés o por amor propio.
El sentido que tenemos del placer es anterior a lo que se llama "ventaja" o "interés"; es aún, el fundamento de ambos. No percibimos el placer en los objetos porque nuestro interés nos atraiga hacia ellos, sino que los objetos o las acciones nos parecen "ventajosas" y las buscamos por interés, a causa del "placer" que nos procuran. La percepción que tenemos del placer es absolutamente necesaria y encontramos como ventajoso o naturalmente bueno, sólo aquello que es capaz de procurarnos este placer, o bien inmediatamente, o bien, mediatamente, o indirectamente. Se dice que buscamos por amor propio los objetos, que el sentido o la razón nos hicieron encontrar inmediatamente o indirectamente, o bien apropiados, aún, para procurarnos placer, cuando en nuestras investigaciones nos proponemos el placer que esos objetos tienen el poder de excitar dentro de nosotros. Por ejemplo, gracias a los sentidos descubrimos: la bondad inmediata de un plato, de una hermosa perspectiva, de un cuadro, etc.; gracias a la razón, descubrimos la bondad de las riquezas y de la autoridad. Es decir, que la razón nos enseña que la riqueza y la autoridad nos permiten procurarnos los objetos de los cuales recibimos un placer inmediato, y buscamos así esas dos clases de bienes naturales por interés y por amor propio.
Veamos más lejos aún, en lo que se refiere a las opiniones relativas al Sentimiento que tenemos del Bien y del Mal.
La mayor parte de los sistemas de Moral modernos nos presentan como doctrina incontestable que "todas las cualidades morales tienen una relación necesaria con la Voluntad de un Superior bastante poderoso para hacernos felices o infelices". Así, puesto que el fundamento de todas las leyes es la esperanza en las "recompensas" o el temor a los "castigos" (lo que nos incita a obedecer por motivo de interés), esos sistemas suponen que: "es así que las leyes permiten ciertas acciones como siendo indirectamente buenas o ventajosas y prohíben algunas otras como siendo absolutamente malas".
Se ha dicho que: por la Ley, un Legislador benéfico no establece ninguna acción para el agente sino solamente las que por su naturaleza tienden al bien natural del Todo, o las que por lo menos, no son incompatibles con él. (Así, alabamos la virtud ajena porque contribuye en cierto modo a nuestra felicidad, sea por ella misma, sea por esa contribución general). Es sabido también que la obediencia al legislador, es generalmente ventajosa al Todo, y a nosotros mismos en particular. Igualmente y por razones contrarias, condenamos el vivir de lo ajeno, es decir, la acción que prohíbe la ley, porque en cierto modo nos causa daño. Se dice entonces, que obedecemos a las leyes solamente por motivos interesados, es decir, con el objeto de conseguir el Bien Natural, el cual resulta de la acción prescrita o de la prometida recompensa; o con el objeto de evitar el Mal natural, que es la consecuencia de nuestra desobediencia, o por lo menos, evitar las penas que este inflige.
Otros sistemas morales suponen: una Bondad Natural inmediata en las acciones llamadas virtuosas; es decir, que estamos determinados a percibir cierta "belleza" en las acciones ajenas, y en amar a los que las crean, sin consideración ninguna de la utilidad que puedan devolvernos; es decir, que gozamos también de un deleite secreto en hacer acciones virtuosas aún cuando no esperamos ninguna ventaja de ellas. Pero se dice entonces que estamos excitados hacia esa clase de acciones (aun cuando buscamos cuadros, paisajes) por el amor propio que nos dirige a ellas, es decir, con objeto de lograr el placer que nace de la reflexión que hacemos acerca de esas acciones, o tal otra ventaja futura.
Pero por fin, se puede probar que los hombres encuentran una Bondad inmediata en ciertas acciones o que, gracias a un Sentimiento Superior (la Moral), aprobamos los actos ajenos y estamos determinados a amar a aquellos que los hacen, con el objeto de la perfección que procuran. Se puede probar también que tenemos una percepción, semejante a la reflexión sobre nuestros actos mismos, sin consideración ninguna de la ventaja natural que nos den. Se puede probar igualmente que el afecto, el deseo o la intención que hace aprobar los actos, producto de ese motivo, son independientes de ese placer sensible que puede darnos , de las recompensas que se establecieron o de tal otro Bien Natural que puede resultar de la acción virtuosa, y que ella está fundada en un principio completamente diferente del amor propio o del deseo de nuestra utilidad particular.
Estudiemos, pues, las diversas ideas del Bien Natural y del Bien Moral.
No sería difícil convencerse que las percepciones del Bien y del Mal Moral son completamente diferentes de las del Bien Natural, si se reflexiona acerca de las diferentes maneras de afectarnos tales objetos. Si el sentido que poseemos del Bien no fuese absolutamente distinto de la ventaja o del interés que resulta de los Sentidos exteriores y de las Percepciones de la Belleza y de la Armonía, tendríamos los mismos sentimientos y los mismos afectos para un campo fértil o una casa cómoda, que para un amigo u otra persona de noble carácter, puesto que ambos nos serían ventajosos. No admiraríamos y no querríamos a una persona que vivió en un país o en un siglo alejado del nuestro y cuya influencia no podría extenderse hacia nosotros, ni querríamos las montañas del Ural mientras no nos interesáramos en el comercio de Rusia. Tendríamos los mismos sentimientos y la misma inclinación para los seres inanimados que para los que razonan, en lugar de experimentar lo contrario. ¿Por qué, en efecto, querer a seres sin vida, que no tienen y no pueden tener ninguna buena intención para con nosotros, ni para con cualquier otra persona? Su naturaleza, es verdad, rinde para nuestro uso; pero eso se hace sin que lo sepan y sin que tengan ellos la intención de contribuir a nuestra utilidad. No es igual con los agentes razonables, los cuales obran por el interés y la felicidad de los otros seres con los cuales están unidos.
Estamos convencidos así de la diferencia que existe entre esa Aprobación o Percepción, de la "Excelencia Moral" que atribuimos, por un espíritu de benevolencia a aquellos en quienes creemos percibirla, y la opinión de la Bondad Natural que tiende a desear al objeto que la posee.
Pues, ¿de dónde puede venir esta diferencia, si la aprobación que damos a lo que es "bueno" y si el sentimiento que tenemos de él, está fundado sólo en la ventaja que esperamos lograr de él? Acaso no son los objetos inanimados tan ventajosos como las personas de las cuales recibimos todos los días pruebas de su amistad y de su benevolencia, gracias a sus buenos oficios? Los estimaríamos, a los unos y a los otros, con un espíritu de ternura o solamente con el objeto de la utilidad que podemos conseguir? No, sin duda, y eso es porque: en el afecto que experimentamos para con los Seres Razonables, tenemos una percepción distinta de la "Belleza" o de la "Excelencia", que nos conduce a admirar y amar a esa clase de caracteres o personas.
Supongamos ahora, que conseguimos los servicios de dos hombres: uno obra por inclinación hacia nosotros y con objeto de hacernos perfectamente felices; el otro obra con motivos interesados o por sujeción. Es cierto que en este caso ambos nos son útiles: sin embargo, no podemos menos que experimentar por uno y por otro, sentimientos muy diferentes. Debemos poseer, pues, otras percepciones de los "actos morales" que las que se fundan en el interés. A esta facultad de recibir esa clase de percepciones se puede dar el nombre de "Sentimiento Moral", puesto que es conforme a la definición que damos de esa facultad, es decir: es una determinación del espíritu a recibir toda clase de ideas, según los objetos que se presenten a nosotros, y que es enteramente independiente de nuestra voluntad.
Sin embargo, el sentimiento Moral no se funda en la Religión; unos dirán quizá: las acciones que llamamos buenas o virtuosas tienen esta ventaja sobre las otras porque esperamos ser recompensados por Dios, y es sobre este principio que se apoya la aprobación que les damos y el motivo interesado que nos inclina a hacerlas. Pero, basta observar que mucha gente, muy numerosa, tiene ideas muy altas en lo que se refiere al honor, la buena fe, la generosidad, la justicia, sin conocer a la Divinidad ni esperar recompensa ninguna de ella; también odian la traición, la crueldad, la injusticia, sin atención ninguna al castigo que puede seguirlas. Por lo demás, aunque esas recompensas y esos castigos pueden hacer considerar un acto como ventajoso o nocivo, no resulta que este motivo deba hacer aprobar o querer a quien hace un acto semejante, puesto que el mérito que lees dado no podría redundar en otros. Estos actos, en verdad, son ventajosos para quien los cumple, pero esa ventaja no tiene nada común con la de otra persona. Sin embargo, se puede verificar muy bien, que el interés contrabalancee nuestro deseo de que se sea virtuoso; pero ningún interés personal nos hará aprobar nunca como moralmente buena una acción que sin este motivo nos hubiera parecido moralmente mala, aunque estimando todos los efectos nos pareciera tan ventajosa al Todo sin que lo fuera para nosotros, como lo fuese en el tiempo que esperáramos conseguir cualquier ventaja. Nuestro interés o daño personal no influye sobre el Sentimiento que tenemos del Bien y del Mal Moral, y no tiene tampoco más fuerza para hacernos encontrar un acto bueno o malo en la ventaja o desventaja de un tercero.
Nada es más fácil de emitir que una opinión, pero solo nuestra conciencia puede decidir. Así, si ciertas acciones morales no parecen amables a primera vista a quienes no tienen interés ninguno en ellas; si no queremos y no aprobamos con la más perfecta sinceridad a un amigo o a un compatriota generoso, cuyas acciones le colma de honor sin procurarnos ninguna ventaja, también es verdadero que alabamos acciones que son útiles al género humano, aunque a menudo no consigamos ninguna utilidad de ellas. Quizá sería en interés de nuestra especie, que todos los hombres se pongan de acuerdo en hacer solamente acciones semejantes de tal manera que cada uno encuentre su provecho, pero eso prueba solamente que la razón y la reflexión pueden hacer aprobar, por un motivo interesado, las acciones que el Sentimiento moral, que está en nosotros, nos inclina a admirar a primera vista, independientemente de este interés.
Por otra parte, este sentimiento, puede obrar aún cuando no seamos partes interesadas. Podemos aprobar la justicia de un sentimiento que nos condena. Un traidor, preparado a sufrir el suplicio que su crimen merece, puede alabar la vigilancia con la cual Cicerón descubrió a los conspiradores, aunque hubiese sido una ventaja para él que no hubiese existido en este mundo un hombre dotado de semejante agudeza. De hecho, la idea favorable que formamos de las acciones es completamente independiente de la utilidad que podemos lograr de ellas. Tenemos el derecho de concluir que esta Percepción del Bien Moral no está provocada por la Costumbre, la Educación, el Ejemplo o el Estudio; esas cosas no podrían darnos nuevas ideas. Pueden hacernos percibir una ventaja particular en acciones cuya utilidad era desconocida antes, o bien hacernos considerarlas como nocivas, sea por razón, sea por prejuicio, aunque no las hubiéramos encontrado así a primera vista, pero nunca pueden hacernos examinar un acto como digno de alabanza o como reprochable, y ello, sin consideración ninguna de nuestro interés personal.
Es necesario, pues, que el Autor de la Naturaleza quien nos hizo capaces de recibir de parte de los objetos, tras el intermediario de los Sentidos exteriores, ideas agradables o desagradables según que ellas nos sean útiles o nocivas; y, así mismo gustar el placer de la Belleza y de la Armonía, como resulta de la Uniformidad de esos objetos, para atraernos y adquirir las Ciencias y recompensarnos por eso, o para ser una prueba de la "Bondad", de igual modo que la Uniformidad es una prueba de su Existencia, sea que encontremos la Belleza en ella o no; es necesario, pues, que el Autor nos haya dado un sentimiento moral capaz de dirigir nuestras acciones y de procurarnos los placeres infinitamente más nobles, de tal modo que, cuando nos proponemos solamente la felicidad de otro, adelantamos la nuestra también, sin saberlo.
Los verdaderos motivos de las acciones son los "Afectos".
Toda acción que concebimos como moralmente buena o mala, siempre está supuesta a originar cualquier Afecto para los "Seres sensitivos", y todo lo que llamamos "Virtud" o "Vicio" emana de un afecto semejante o de cualquier "acción" hecha en consecuencia. Quizá baste también para que una acción o una omisión aparezca como "viciosa" que ella proceda de una falta de afecto para con los Seres razonables que, suponemos, existen en los caracteres que parecen moralmente buenos. Todas las acciones que se estiman como religiosas en cualquier país que sea, son consideradas como provenientes de algún sentimiento para con Dios, y siempre suponemos que, lo que se llama "Virtud Social" tiene por principio el amor del prójimo. Todo el mundo conviene en que todo movimiento exterior que no está acompañado por cualquier sentimiento afectuoso para con Dios o con el Prójimo, o bien que está independiente del afecto que debe haber para ambos, no podría ser ni moralmente bueno ni moralmente malo.
Si se pregunta, por ejemplo al ermitaño más sobrio, si la "Temperancia" (suponiendo que no se origine de un motivo de obediencia a las órdenes de la Divinidad o que tampoco nos vuelva más dispuestos a la piedad, más aptos al servicio del género humano o a la investigación de la verdad) puede ser moralmente buena en sí misma y mejor que la golosina, él contestará ciertamente: en estos casos ella no puede ser un "Bien Moral", aunque puede ser naturalmente buena y ventajosa para la salud.
Se debe admitir que la "virtud" es desinteresada y numerosos afectos nuestros lo son también. El hombre no es natural y voluntariamente malo, y el amor propio, el interés tampoco son el origen de su estimación o de su benevolencia.
Así pues, si no es producto de la benevolencia ni del amor propio ni de ningún fin interesado, y toda virtud emana de este principio o de tal otro afecto igualmente desinteresado, entonces resulta que debe haber, diferente del amor o del interés, cualquier otro afecto que nos atrae hacia los actos llamados virtuosos.
Si nuestros deseos se limitasen únicamente a nuestra utilidad personal, resultaría que cada ser razonable obraría solamente en su propia ventaja como objeto; de tal modo que se debería darle el título de Benéfico solamente porque obra con este objeto y en tal sistema no deberíamos admitir en la Naturaleza ningún Ser Benéfico o a un ser que obrase con objeto de hacer feliz al prójimo. Si el amor que se tiene para el bien público, tanto como el celo que nos anima en procurar ventaja al prójimo, no proviene de un sentimiento superior ¿de dónde nace esa creencia general de que Dios recompensará a las personas virtuosas? Se dirá que lo importante para la Divinidad es que practiquemos la Virtud. Ese sentimiento debe sin duda parecer absurdo a todos los que esperan en la "Bondad" y en la "Misericordia". Si esa clase de disposiciones se encuentran en la Divinidad ¿cuál es la imposibilidad de que las criaturas posean también cualquier chispa de este Amor por la Sociedad? ¿Por qué pues suponer que obran por "amor propio"?
En una palabra, si el único principio que admitimos de las acciones humanas es el amor propio, no se comprende en qué estaríamos fundados para esperar beneficios o recompensas de parte de Dios o de los hombres, más allá de lo que exige el interés del beneficio. Sería ridículo esperar “beneficios” de parte de un ser cuyos intereses son totalmente independientes de los nuestros. Quién pudiera aconsejar a la Divinidad a recompensar la Virtud, puesto que, según este sistema, no es nada más que el arte de cuidar nuestros intereses del modo más conveniente, sin perjudicar al bien público y sin que se obre igualmente con respecto al vicio, aunque sea de un modo que verosímilmente no debe ejecutarse muy bien y que es siempre contrario a la felicidad del Todo. Pero ¿cómo puede Dios interesarse para con ese Todo si cada ser obra por amor propio? Cuál es el fundamento que nos hace creer que Dios es bueno, en el sentido comprendido por todos los cristianos, es decir, interesado en la felicidad de sus criaturas? ¿Cómo se hace que la desgracia del hombre no le cause el mismo placer que la felicidad? ¿Cómo podríamos censurar un Ser tal si obrase en hacerles miserables? ¿Cuál sería la base de nuestras experiencias? Se admitiría inmediatamente el "Mal-Principio de los Maniqueos" como lo bueno, si fuese verdadero que no hay ninguna excelencia en el Amor perfectamente desinteresado y que todos los seres en general obran con objeto de su propia utilidad, y si se supone que la Divinidad logra ventaja de sus criaturas. ¿Cuál es, pues, el verdadero principio de la Virtud?
Después de haber destruido los falsos principios de las acciones virtuosas, queda por establecer una cierta determinación natural en procurar la felicidad ajena o un instinto que preceda a todo motivo desinteresado y que nos incite a amar al prójimo: es igual que con el Sentimiento Moral (cuyo principio ya hemos analizado) que nos incita a aprobar las acciones que provienen de este Amor.
Ese "desinterés" aparecerá, sin duda, muy extraño a aquellos quienes aprendieron en las escuelas y en la lectura de los autores sistemáticos, a mirar el amor propio como el origen único de las acciones humanas. Pero considerémoslo en especies más simples y más fuertes, y después de haber comprendido su posibilidad en esos ejemplos, nos será fácil conocerlo en lo extenso.
Nuestros afectos naturales son, sin embargo, de naturaleza diferente como, por ejemplo, de los de los socios de una misma compañía quienes están asociados en los negocios y, unidos, pues, en la prosperidad o en el infortunio. Los sentimientos que unen al padre a su niño son de clase diferente y el interés de unión es ciertamente diferente de las sensaciones de placer o de pena del niño, que el padre no podrá experimentar. Un padre no podrá experimentar el hambre, la sed o la enfermedad de la cual padece el niño; todo lo más, puede tomar parte en los gozos o penas por un deseo natural de la felicidad y una aversión de la miseria. Ese deseo es anterior pues, a cualquier enlace interesado y es más bien causa que efecto: debe ser, pues, perfectamente desinteresado. Eso no sería la opinión de un Sofista, quien enunciara: los niños hacen parte de nosotros mismos y el amor que les damos recae sobre nosotros. ¡Admirable respuesta! Pero alarguémosla tan lejos como pueda ir. ¿Cómo pueden nuestros niños hacer parte de nosotros? Ciertamente no se pueden comparar a un brazo o a una pierna, ignoramos absolutamente sus sensaciones. Pero, se dice, ¡su cuerpo ha sido formado partiendo del nuestro! Se puede decir lo mismo de una mosca o de un gusano, los cuales provienen de nuestra sangre o de nuestros humores! Esos insectos no nos son queridos aún. Es ciertamente, tras algún otro sitio, que nuestros chicos son parte de nosotros, y es solamente el afecto natural que tenemos para ellos que puede producir este efecto. Es el afecto el que los hace parte de nosotros y él es completamente independiente de lo que ellos eran anteriormente. Cierto, no se podría concebir una metáfora más admirable. Acerca de este principio, cada vez que entre los hombres notamos una determinación que les atrae a amarse mutuamente, deberíamos considerar a cada individuo como parte de un Gran Todo o de un Sistema de cuyo bien se interesa como miembro.
Ciertos filósofos piensan que todo eso puede deducirse fácilmente del amor propio. Según ello, los niños no sólo son engendrados por nuestro cuerpo sino que nos parece que aún lo son por el alma, y que es nuestra propia semejanza lo que queremos en ellos.
Muy bien, pero ¿qué es la "semejanza"? No es una "identidad individual", sino solamente un Ser comprendido bajo una idea general o específica; es por esto nos parecemos a los niños de otros hombres y que un hombre se parece a otro desde ciertos puntos de vista. Lo mismo el hombre se parece en algo a un Ángel y lo mismo a un bruto... Cada hombre, pues, está naturalmente dispuesto a amar a su "semejante", a desear el bien, no sólo a su propio individuo sino también a cada otro ser razonable o sensitivo. Esa disposición es más fuerte donde se encuentra más "semejanza" con las cualidades más nobles. Si eso es lo que se llama amor propio, los Místicos más refinados no pueden desear un Principio más desinteresado; pues, lejos de limitarse al individuo, pasa hasta la felicidad del prójimo y puede extenderse a todo, puesto que todos los hombres se parecen de cualquier modo. Nada pudiera ser más ventajoso ni más generoso que un Amor propio de esta clase.
Se dirá sin duda, que a menudo, los padres siempre logran cierto placer del honor, y algunas veces de las ventajas efectivas de la prudencia y de la prosperidad de sus chicos, y que es de allí que proviene la solicitud que tienen para ellos. En este caso, es fácil contestar que todas las motivaciones cesan cuando se aproxima la muerte y que aún ahí este afecto es más fuerte que nunca. Que tanteen su corazón los padres y que juzguen si aquellas concepciones son los únicos principios de su afecto para aquellos de sus niños que son más inválidos o de los cuales tienen menos que esperar.
Otros autores notan que los padres tienen un afecto muy débil para los niños hasta que estos empiezan a razonar y ser capaces de sentimiento y que al contrario, las madres pretenden experimentar un afecto fuertísimo desde el momento en que nacen esas crías. Nos gustaría mucho, a fin de arruinar mejor esta hipótesis, que lo que está así adelantado fuese verdadero en todo, como lo es en parte (aunque veamos que ciertos padres tengan afecto para sus niños idiotas). El entendimiento y el afecto que notamos en nuestros niños y que los hacen aparecer como "seres pensantes" pueden sí aumentar el amor que les dispensamos, pero independientemente de todo objeto de interés. Una prueba de que este aumento de amor no está fundado en la utilidad que esperamos lograr de sus conocimientos o de su afecto, es que trabajamos sin cesar para ellos sin esperanza ninguna de ser resarcidos de nuestros gastos o de estar recompensados de las penas que tomamos, excepto en el caso de necesidad extrema. Así pues, por la constitución misma de nuestra naturaleza, el objetivo de una Capacidad Moral puede aumentar nuestro amor sin que haya parte en él de nuestro interés. ¿No puede él hacerlo igualmente donde no estamos ligados por los lazos de la sangre y ese mismo principio producir un grado de amor más débil que se extienda a todo el género humano?
De ello nace otro gran problema que forma el objeto general de estos "Propósitos Psicológicos", a saber, las reglas de conducta, para las cuales nos contentamos simplemente con brindar algunas reflexiones en este asunto, a fin de no limitar nuestros pensamientos sino ofrecer meramente una meditación sobre los principios.
Realizamos muy bien que, además del instinto vital, la conservación de la vida y la propagación de la existencia, una ley fundamental nos inclina también a contestar al llamamiento del espíritu.
Pero, además de los conflictos que existen entre las actividades mentales (entre la razón y el sentimiento), se debe deplorar todavía la falta de leyes bien establecidas para este propósito; en efecto, no se estatuyeron bien, para esa vida mental, reglas como las hay por ejemplo, para la Fisiología.
La mayor parte de los seres humanos no necesitan una guía en su conducta fisiológica, bien que sea espiritual o social.
Como lo dice Alexis Carrel: "En la sociedad moderna, desgraciadamente no existen hombres cuya especialidad fuera la de ser Sabios y ayudar a los demás en su Sabiduría".
Sin embargo, todavía se adelantan esos Guías inspirados en la Ciencia del hombre, y el resurgimiento del funcionamiento de los Colegios Iniciáticos permite esperar en un orden cuyos miembros posean el carácter tan científico como sacerdotal, capaces de reeducar completamente a la humanidad hacia su Destino de Luz.

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